Hace unos días murió un compañero de clases de la universidad. Se fue a dormir tranquilamente y durmiendo le dio un infarto. Y ya. Estaba reunido con unos vecinos tomándose algo porque era viernes por la noche y se fue a casa a descansar. Se acostó a dormir porque era lo que tocaba y ya no amaneció en este mundo.
Y la única idea que se repite en mi cabeza es la de qué frágil es la vida.
La vida que cambia en una cena al llegar a casa como le pasó a Joan Didion. La cena en la que estaba sirviendo la ensalada sentada a la mesa con su marido cuando de repente lo miró y le notó la expresión diferente porque en realidad se estaba yendo. La historia que cuenta en ese libro que he intentado leer en dos ocasiones y que después de algunas páginas he tenido que dejar porque conecto más de la cuenta.
La muerte que es inevitable pero no sabemos asimilarla.
Es demasiado compleja para nuestro cerebro. Demasiado dura y misteriosa y desconocida, aunque no vayamos a salir de aquí de otra manera.
La muerte es la cuenta pendiente que se nos entrega al nacer. Y es la única deuda que nunca nos enseñan a saber pagar para que no sea tan difícil enfrentarse al cobrador.
El negro -así lo llamábamos entonces y ahora- se acostó a dormir y ya no estuvo más.
Así de simple.
Yo en un año me quedé huérfana de madre y padre. Así de simple.
Tan simple que abrasa.