Un girasol en el balcón

Mientras crecen, los girasoles esperan atentos cada mañana en posición erguida a que el sol asome por el horizonte. Con el transcurso de las horas la rotación sucede, el astro rey cambia de posición desde nuestra perspectiva y ellos, los girasoles, van siguiendo su rastro moviéndose hacia el oeste para poder recibir su energía.

Cuando termina el día todos miran hacia el confín donde el sol se despide, entonces aprovechan durante la noche para prepararse en dirección este y recibirlo de nuevo dentro de unas horas.

Por eso se llaman girasoles.

girasol mirando el sol

Aaron Bunder, Unsplash

En estos días los pensamientos van de un lado a otro, ya que el cuerpo no puede hacerlo. Me traslado de sitios y de gente en mi cabeza, me dejo llevar por la inercia de ver por rutina la tele o decido conscientemente hacer cosas que nunca hago por falta de tiempo. Me invade la tristeza y la ansiedad con la sobreinformación de noticias ciertas, fakes y memes que ya me cansan. También me conmuevo con algunas historias bonitas, ver salir del hospital al abuelo de 80 y pico al que le dieron de alta fue emocionante.

Estoy animada y melancólica, hambrienta y con pesadez estomacal, envío mensajes a gente que quiero y a veces no tengo ganas de hablar, y todo esto puede suceder en dos horas de las 24 que tiene un día de esta cuarentena.

Y dentro de todo el barullo que significa vivir lo que ninguno imaginó, tengo un pensamiento constante: quisiera tener un balcón.

Mataría por un balcón. Para asomarme y ver la poca vida que puede tener una calle en tiempo de pandemia, para mirar al de enfrente que está en el suyo y sonreírle complice porque sería lo más cercano a un abrazo en estos días, para dedicarme a aplaudir cada noche a las 8 y saludarnos cada uno desde nuestra posición porque ahora lo hago desde una incómoda ventana de patio interior. Para mirar el cielo y ver las nubes cambiando de forma y soñar con horas más allá de cuatro paredes; para sentir el sol, sobre todo para sentir el sol.

Su energía sobre mi piel, caliente, acogedora, reconfortante. La sensación suave que se percibe mejor con los ojos cerrados, los rayos entrando, recorriendo el cuerpo, invadiendo cada rincón por dentro y por fuera, dotando de calma lo que debería estar así siempre. El haz que se cuela en medio de las nubes de un día de invierno; la luz que nos alcanza después de una tarde de lluvia otoñal; el calor que va surgiendo en la primavera que ahora está y hemos recibido sin darnos cuenta de ella; el verano en una playa en la que prefiero embadurnarme todo lo posible con la protección máxima con tal de poder darme el lujo de tirarme en la arena al sol, siempre al sol. Siempre al sol aunque sea en un balcón. Dicen las noticias que hay quienes están usando los balcones para practicar el insulto y canalizar frustraciones. Yo solo quiero un balcón para sentir el sol.

girasol-de-cuarentena

Girasol en el Jardín Botánico de Madrid, foto propia

Hay tardes en las que desde el sofá veo que las nubes le han dejado paso y unos rayos intensos entran por la ventana, se forma un reflejo curioso contra la pared color crema y yo la miro con envidia porque el sol la está tocando. Suelo entonces ir rápido, no sea que se esconda de nuevo, abrir la puerta y asomarme. Cierro los ojos y lo siento. Quietud, dejarse llevar, serenidad. Me gustaría tener la suficiente memoria para asegurarlo, pero siempre he sospechado que es lo más cercano a estar dentro de la placenta aquellos primeros nueve meses.

También hay momentos de presente dentro de la nostalgia. El de jugar a las cartas y mirarnos a los ojos mientras brindamos por un día menos o lo mejor que vendrá después porque lo mejor siempre vendrá, da igual si es cierto o no. Vivir instantes de luz que no vienen del sol sino de dentro, como volver a vernos por una pantalla. Hay amigos que son el amor de la vida, igual que una pareja.

La claustrofobia infantil, que me ha vuelto a visitar en los últimos años y estos días pareciera querer asomarse como el ladrón que se frota las manos cuando ve a la familia dejar su chalet solo y sin alarma de seguridad por vacaciones. Es cuando decido que ese día soy yo la que bajará la basura o me invento una visita al supermercado para no dejarle demasiada cancha. Y ya de paso estoy sola un rato. Cuando esto termine voy a buscar soledades con la misma intensidad con la que buscaré reencuentros. Luego me digo que si estuviese sola en los 40 metros de casa en este encierro no estaría diciendo esto. La idea es quejarse de algo, al fin y al cabo.

Yo tenía la impresión de que éramos la generación de Tinder y el postureo en Instagram, que nos podíamos dar el lujo de pelear por derechos de género, jornadas laborales de 4 días y menos azúcar en las etiquetas porque esos eran los problemas más graves que teníamos. Por lo menos en este lado del mundo. Y de repente llega la vida con sus sacudidas, despierta idiota, eres el mismo de siempre, frágil, corrosivo y primitivo.

Cuando esto acabe me compraré una planta de girasoles. Y los imitaré.

girsaoles en el campo

Jordan Cormack, unsplash

Historia en una terraza

Salíamos del parque de dar tu paseo diario y ejercitar las piernas mientras yo hacía ejercicios un rato. Esa tarde quise que vivieras la costumbre ibérica de la caña veraniega sentado al aire libre.

Llegamos con un descanso por medio, cada vez te costaba más andar. Pero nos sentamos y sonreíste. Pedimos las cervezas y cuando llegaron brindamos. Decías que estabas feliz con esta “maravilla de país”. Eras un niño descubriendo un mundo que no sabias que estaba y que siempre negaste para no salir de la caja. Cómo nos cuestan los miedos.

Recuerdo que mi idea era tomar una cerveza y subir a comer, el presupuesto estaba mermando con tu visita. Pero estábamos tan bien que quise prolongar el momento y terminamos pidiendo. No recuerdo bien que comimos, creo que fue una tabla de patatas y salchichas con salsas. Mientras a mí me sabía a comida rápida sin cuidado, tu no parabas de decir, como lo hacías cada día, que qué maravilla era todo lo que estabas probando en Madrid. Nos regaló mucho Madrid, ahora que lo pienso.

Y daba gusto verte comer. Daba gusto verte los ojitos casi cerrados sonriendo y masticando. Daban gusto tus gestos exagerados disfrutando, es lo que tiene atreverse, aunque sea tarde.

No sé cuánto tiempo conversamos ese rato, pero estábamos bien, muy bien. Fue antes de las preocupaciones por tu futuro, la disyuntiva, el cálculo de cuentas y de posibilidades infructuosas.

Últimamente tengo ganas de ir a los sitios que visitamos aposta para recordarte. Sospecho que es una forma de homenajearte, de saber que después de hurgar y pasar la capa de duelo, me viene bien recordar los buenos momentos, como este de una tarde de verano agradable que estoy pensando ahora.

terraza junto al retiro, madrid

Trepar, beber, volver

Hace unos días hice un seminario online sobre copywriting (¡vaya con los anglicismos!) desde casa. Tenía el audio abierto en mi portátil, por lo que mi chico, que estaba por ahí, escuchaba lo que explicaba la persona que lo impartía. En una de esas me preguntó si realmente me venia bien la información porque a él le parecía bastante obvia. Yo le respondí que me resultaba muy útil puesto que algunos principios no los conocía y la mayoría, aunque ya los sabía, me venía bien recordarlos puesto que muchas veces se olvidan.

Muchas veces se olvidan. Los principios básicos se olvidan. Lo primero que aprendiste y que luego se fue solapando con lo que vino después, conceptos más elaborados, principios más complicados a los que hay que dedicarles más tiempo para entenderlos por nuevos y complejos… En el proceso te enriqueces, desarrollas habilidades, mejoras en desempeños y vas superando etapas.

Pero un día descubres estudiando en un seminario que lo primero que aprendiste era importante y fue lo primero precisamente por eso. Entonces viene bien redescubrirlo desde el cristal con el que ves ahora para aplicarlo junto con todo lo demás que has aprendido desde entonces.

Como cuando vas a una cafetería y te da por pedir un batido de frutas tropicales porque te acordaste de los que tomabas varias tardes a la semana con tus amigas del alma en la universidad y aquella salida consistía en arreglarte, subirte al coche, buscarlas o quedar con ellas allí y echar media tarde riendo y planeando besos, vasos de ron con Coca Cola y teorías sobre hommo sapiens sin saber que mientras saboreabas la fresa, la guayaba o el zapote estabas construyendo recuerdos que tantos años después recogerías de una parte de tu memoria por el sabor artificial, desagradable y soso de una bebida en una cafetería más allá de un océano.

Y ya lo sé, eso no es información básica. Lo básico es la sensación de simple felicidad que traían consigo las tardes de batidos de frutas en el puesto junto a la plaza República, las historias con el sonido de la batidora de fondo, la lectura de la pizarra y el qué nos apetece hoy mientras una contaba la última cita y todas respondíamos qué imbécil es ese tipo. No lo sabíamos.

Como cuando salía a correr con mis hermanos y la diversión consistía en trepar el árbol a ver quién llegaba más arriba para alcanzar los mangos que después nos comeríamos a escondidas de mamá  porque nos gustaba verde y con mucha sal y eso no se puede comer muchachos porque es malo para la salud, y nosotros nos reíamos en el patio trasero de casa escondidos y sintiéndonos unos auténticos pillos.

Lo básico.

Ahora mi bandeja de entrada electrónica es invadida a diario por mensajes que dicen que si me inscribo a X curso, hago X seminario, me apunto al taller para el que quedan 48 horas, mi vida cambiará porque lograré la realización personal y laboral que busco. Son personas talentosísimas a las que sigo porque lo que hacen es bueno, y que cada cierto tiempo necesitan vender el producto que han creado y que a mí me gustaría adquirir pero no puedo llegar a todo mientras me quedo con una sensación de completa saturación después de varios días leyendo asuntos con sutiles o directas presiones. Son tantos queriendo ayudar con su producto, o soy yo que de masoquista los leo todos. No se si seré la única. La que se satura. La que se pregunta si hay un momento en la vida en que tienes que volver a lo básico, a lo que hace muchos años te hizo feliz para ubicar los claros entre tanta espesura y pájaros que tienes en la cabeza. Volver a soñar con un batido de frutas. Trepar un árbol y ser feliz.

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Imagen: comidaparabajardepeso.com

Fin

Recuerdo ahora una camiseta, era una franelita manga corta color mostaza con los bordes de los brazos y el cuello morados creo, y un conejito que estaba de pie y de perfil en el pecho. Formaba parte de la ropa que tenía en tu casa puesto que tenía para mí una gaveta en el armario de madera de tu cuarto. La última gaveta del armario.

Iba mucho a jugar, no recuerdo la frecuencia, pero sí que me encantaba quitarme los zapatos, ponerme ropa vieja (o no sé si era mami que me mandaba a cambiar de vestimenta) y salir al patio del fondo de la casa. El largo patio de atrás. Con el suelo de tierra, la batea con techo de zinc para lavar los platos en poncheras llenas de agua porque no había un lavaplatos con agua de tubería; y la letrina a la derecha porque no había baño. Todas esas mejoras vinieron luego, cuando yo había crecido. Después estaban las matas  de ajíes y limones y semerucos, y más allá los árboles de mango, tan altos que yo los trepaba solo un poco porque me daba miedo llegar hasta arriba. Eran mis hermanos mayores y mis tíos lo que bajaban la fruta para comérnosla después.

Recuerdo mucho las carreras con mi hermanito y los demás primos, la sensación de tierra en los pies y jugar al pisé dibujado en el suelo con un palo, los grandes huecos que hacíamos a 4 o 6 manos sacando la tierra para llenarlos de agua, volver a poner la arena y mezclarla para hacer nuestras tortas de barro y jugar a las cocinitas con las muchachas, mis primas.

Me viene a la cabeza el baño después de jugar y abrir una gaveta para sacar la ropa que iba a ponerme, la franelita del conejo y una siesta no sé a qué hora con el ventilador porque no había aire acondicionado y el calor era sofocante y había que poner algo con lo que refrescarse.

Pero no recuerdo tu imagen concreta. Solo se me viene a la cabeza la de las fotos en esa época, con el pelo aún oscuro, las diferentes batas largas con o sin botones al frente, y ese cigarrillo al revés que siempre siempre te caracterizo. No he sabido de otra persona que fumara así. El pitillo previamente cortado a la mitad y encendido, para luego metértelo en la boca con el fuego hacia dentro y sosteniéndolo con los labios. Solo se veía el circulito blanco, lo que debía estar hacia dentro. Yo pensaba ¿cómo no se quema la lengua? y la verdad es que eso me lo sigo preguntando hoy.

Ese era uno de tus rasgos distintivos, y el quesillo hecho en las latas de leche en polvo que te quedaba tan rico y me gustaba tanto, las arepas de maíz «pilao» en el molinillo ese que tenías en la batea también y que te quedaban tan buenas, los platos de peltre que sonaban mucho y por eso ahora de adulta me gusta tener en casa, las sillas grandotas de la mesa que te regalo tía y en la que cabíamos mi hermanito y yo cómodamente si no estábamos dándonos golpes… Tu mal genio peleando con nosotros para que nos portáramos bien y te hiciéramos caso, porque para ser sinceros tenías muy malas pulgas, ni siquiera las perdiste cuando te quedaste en silla de ruedas.

Estoy pensando en todo esto desde que te fuiste, supongo que es porque con tu marcha también se termina de ir una etapa de mi vida, la de la inocencia, la de la candidez, la de la familia grande. Y es raro porque yo hace tiempo que me fui, pero tenía necesidad de escribir. De escribir y recordar sin ningún fin.

abuela y nito

Del metro a un bar

Volví a pasear por las calles llenas de gente. Malasaña, el barrio alternativo, repleto de bares de marcha y lugares curiosos cuando llegué a este país hace doce años, y ahora la zona que sigue siendo joven pero con un aire cool a ratos por la llegada de tiendas vintage y de moda que lo han convertido en un Soho madrileño. Caminaba y recordaba. De la terraza Cruz Blanca en la que nos tomábamos unas cervezas Pelusa, Alethea y yo junto a aquel chico de Sao Paulo que ahora no recuerdo cómo se llamaba. Las calles transitadas de gente con bares unos más curiosos que otros, y las plazas repletas de veinteañeros como nosotros sentados en el suelo bebiendo cerveza. La ruta que Gonzalo nos hacía porque era el madrileño y actuaba como anfitrión mostrándonos los garitos que le gustaban, el Vía Láctea, el Tupperware... La cafetería de Alonso MArtínez donde las tres nos sentábamos a beber cervezas, a hablar de proyectos y de futuro y a quejarnos de los dos duros que teníamos y qué putada estar así aquí. La sensación de inocencia conociendo un sitio nuevo, una ciudad entera mostrándose ante nosotras y que yo aún estaba aprendiendo a asimilar. El salir a disfrutar con diez euros porque el bolsillo no daba para más pero igual me lo pasaba bien porque para eso estoy en Madrid. La sensación de pérdida. Los años que ya no vuelven.

Recordar todo esto simplemente por ir del metro a un bar.

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Google

Inesperado

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Un día de lluvia de febrero en Madrid, un parque húmedo y una caminata para llegar a casa…

Las botas puestas que no corresponden al día que hace, embarradas de tierra mojada y a punto de ser penetradas por el agua

El olor a humedad que evoca a los inviernos de tormentas y a los palos de agua del pueblo, la finca, las gotas cayendo en la cara, los juegos de niños y qué divertidos correr mojándonos

Permitirme vivir de nuevo esa sensación, la llovizna agradable y respirar un parque solitario porque cuando nos hacemos adultos ya no nos gusta  mojarnos bajo la lluvia

Saborear el aire suave y con olor a tierra, caminar lentamente mientras siento que el agua llega a mis pies

La bonita nostalgia de un día de lluvia…

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Nostalgia

Me gusta llamarlo estar en #modoadolescente, porque son ocasiones en las que conecto con la quinceañera que fui y me comporto como tal sin importarme mucho el qué dirán.  Grito, lloro, coreo las canciones, me siento en el suelo con las chuches y el refresco y me emociono hasta las lágrimas con cada gesto. Me pasó hace unos días en el concierto de Eros Ramazzotti (y quien me llame hortera por ello le digo que sí, lo soy) y me pasa lo mismo en los de Alejandro Sanz (idem).

el solo

A ambos los sigo desde que tenía más o menos 14 años. Con los dos fui creciendo y por eso cada disco que sacan al mercado está relacionado con una etapa de mi vida. Verlos ya de por sí hace que evoque y me sienta cerca de alguien que conozco sin conocer porque sus canciones en cierta forma son la banda sonora de mi vida a fuerza de escucharlas. Corear las letras más antiguas funcionan muchas veces como ancla, rememoro ciertas sensaciones que ya no están, como esa ingenuidad al descubrir el mundo y su tiempo, o simplemente me hacen conectar con situaciones concretas que fueron marcadas por esa melodía. Luego las más recientes me sitúan en el presente, pero con la seguridad de sentir algo familiar, algo que es parte de mi vida…

Es un proceso que encuentro bonito, y por eso me gusta vivirlo sin más, porque luego cuando salgo del concierto me doy cuenta que también me sirve de catarsis. Es lo que tiene gritar, llorar y ser absolutamente feliz  en hora y media, que desahoga un montón.

Quizás hay cierta nostalgia en todo esto, los conciertos me llevan a tiempos más inocentes y desenfadados…

         Eros

pantallas

escenario

Google

Nostalgia…

Domingo de Starbucks y Sagrada Familia. La combinación es rara pero es que me pierde el dulce,  me pierden sus frapuccinos y resulta que hay uno enfrente del templo. Con este calor comprarme uno y sentarme a saborearlo mientras miro la fabulosa iglesia me fascina. Cuando pase este tiempo recordaré esta simple rutina dominguera como parte de mi verano… hoy me ha dado por pensar que vamos acumulando acciones y rutinas que luego forman parte de nuestros recuerdos. Y como los sentidos funcionan con los hábitos evocaremos lo que hicimos cuando hoy sea mañana. El frapuccino. El dulce. La Sagrada Familia.

Mi hoy está a punto de convertirse en ayer, en un ayer que será un recuerdo muy agradable de mi estancia en Barcelona… y recordaré los pequeños actos sobre todo, las caminatas al trabajo, los turistas amontonados en la plaza Gaudí. El Gótico, la Barceloneta, Gràcia y el Raval. El vino en mis noches de soledad en el bar leonés en la calle Cerdeña… el otro día alguien me dijo que muchas veces yo no había disfrutado mis días aquí porque estaba triste. No estoy de acuerdo, vivir para mí  no es estar permanentemente bien, es ser conciente de lo que hago y siento en cada momento aunque sea nostálgico, porque luego el todo será el recuerdo. Incluso los días tristes. Cuando me sentía sola y me iba a tomr un vino estaba triste pero estaba viviendo. Y eso mañana serán mis recuerdos…

Aunque no se lo pueda decir

La vi caminar por la playa. Hacía brisa ese día de verano, las olas iban y venían y arrastraban con ella su aroma a humedad y ese sonido acompasado que calma cualquier agitación, cualquier tormenta. Yo me había detenido un rato a mirar el mar con el marco del cielo, con esos tonos rosas y naranjas suaves formando dibujos indescriptibles en el lienzo azul claro a ratos, intenso otros,   tan característico de Barcelona. Me sentía cansado y aproveché para limpiar mis alas mientras me maravillaba con la vista. Y apareció ella.

Caminaba cabizbaja y con un dejo de nostalgia en la mirada, arrastraba los pies y parecía que su cuerpo pesara bastante, aunque fuese de contextura menuda. «Está triste de nuevo» pensé. Y me puse a observarla.

Hace casi 10 años había decidido buscar nuevos rumbos, se despidió de su familia con un hasta pronto, aunque la circunstancias hicieron que pasara tres años sin volver. Quiso crecer, vivir nuevas experiencias en otros lugares, con otra gente y se sentía bien con aquello.  Pero el día que volvió a ver a los suyos no pudo evitar sorprenderse con tristeza, tres años es tiempo para que los padres envejezcan un poco, los sobrinos se conviertan en casi adultos y la vida cambie… aunque no tanto como ella viviendo fuera. «No me puedo quejar, pensó mientras se sentaba a mirar al mar, fue mi elección, pero al ganar a veces también se pierde algo».

De la misma manera ahora hace un año había decidido de nuevo buscar otros rumbos y mudarse de ciudad, dejando atrás otros afectos tan importantes como los primeros… Respiró profundo, lo más profundo que pudo varias veces para serenarse, «y ahora vuelvo a tener la misma sensación, la de perderme los momentos importantes de la gente que quiero, que en realidad son los cotidianos, porque estoy  lejos».

Estaba sentada en la arena con las piernas encogidas y las rodeaba con sus brazos y recostaba el mentón sobre las rodillas. Me dio pena verla así, era una buscadora incansable, pero a menudo le fallaba la paciencia y la nostalgia la envolvía, yo siempre intentaba hacerle entender que se serenara porque si no, no aprendería nada y no disfrutaría su vida, y era para eso al fin y al cabo que buscaba y buscaba… pero también sabía que lo que había dejado hace casi 10 años y hace un año era lo más importante en su vida.

Por eso, en un momento que ya empezaba a anochecer, y ocultó el rostro entre sus piernas para llorar me acerqué por detrás, desplegué mis alas del todo y la abracé. Ella no me veía, claro, a nosotros no se nos ve, pero en mi abrazo le transmití todo el amor que tenía para darle en ese instante. Sé que lo sintió porque levantó el rostro, lo apoyó en las rodillas de nuevo y respiró hondo. Y sonrió. Y entonces una lágrima que había quedado rezagada empezó a bajar por su mejilla, y aunque no podemos hacer eso, no aguanté el impulso  y la sequé con el dorso de mi mano… y no sé qué pasó ni cómo lo sintió, pero en ese momento ella puso su mano en su mejilla, como asiendo mi mano, como si la estuviera tocando. Y allí sonrió del todo, plenamente.

Yo me sentí conmovido, feliz, lograba mi objetivo… Ustedes se preguntaran de qué va esto. Es que soy su Ángel de la Guarda, y llevo tantos años cuidándola que a veces no puedo evitar protegerla tanto que me perciba de forma real.  Realmente lo tenemos prohibido, pero también tenemos sentimientos, y queremos mucho a la persona que cuidamos. Aunque no se lo podamos decir.

(Inspirado en mi Pelu y dedicado a mi tío Jorge)

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Historia en un tren

El tren que esperaba llegó por fin, acercándose imponente, como un monstruo con vida propia.  Se detuvo y presioné el botón para que la puerta se abriera deslizándose suavemente a un lado.

Tengo el 5B, espero que sea ventana. Me gusta mirar por las ventanas en los trenes, mi alma nostálgica rememora películas románticas, dramas en los que la actriz recuerda un amor perdido o una decisión determinante en su vida.

 Vaya, me toca pasillo. Bueno, me siento en la ventana y si no viene nadie me quedo; aunque me acordé de que era fin de semana de puente y habrían más viajeros.

 El vagón empezó a llenarse de gente, yo estaba metida en mis pensamientos cuando de repente me volví al pasillo y vi que un chico miraba en mi dirección.

 – ¿Te sientas aquí?

– Sí.

Vaya de nuevo.

Me cambié al puesto que me correspondía en realidad con disgusto, y creo que externamente se me notaba, porque el “intruso” me dijo, “si prefieres te dejo mi sitio” . Me sentí avergonzada por mi arranque de malcriadez; «no, no pasa nada», le contesté.

– Yo prefiero la ventana la verdad, -me dijo al cabo de dos minutos-  me gusta mirar el paisaje y no pensar en nada, solo disfrutar de la tranquilidad de ver transcurrir el tiempo y los lugares… A menos que tenga algún niño como vecino que llore a gritos- Y sonrió.

 – A mí también me gusta la ventana.

– Ah, por eso me miraste con cara de asesina cuando te dije que era mi puesto ¿no?- Comentó en tono divertido.

No pude evitar sonrojarme y bajar la mirada.

– ¿A dónde vas?

– A Valencia, ¿y tú?

– A Alicante, voy a trabajar.

– Yo voy a visitar a unos amigos.

– Bueno, también aprovecharé para descansar.

– ¿Y en qué vas a trabajar un fin de semana largo?

– Voy a dar una charla de escritura creativa.  Soy escritor.

– ¿Ah, sí? Qué interesante. Yo escribo en mis tiempos libres, bueno, y los no libres también porque soy periodista.

– Qué bien, pues yo daré esta charla en unos talleres para jubilados. Son personas con mucho tiempo libre ahora y quieren desarrollar algunas aptitudes.

– Me parece precioso. Admiro a la gente que siempre está interesada en aprender. Aparte, es buenísimo para las neuronas.

– Sí… y tú ¿de qué escribes?

– Escribo en un portal de artículos y en un blog que tengo.

– ¡Anda! ¿Y de qué escribes en el blog?

– Bueno, es un blog personal. Redacto sobre lo que veo, anécdotas, vivencias, etc

– Es impresionante toda la gama de opciones que te da Internet para comunicarte, no deja de sorprenderme las posibilidades que tenemos ahora para hacerlo respecto a cuando yo era un chico apenas, y no soy tan viejo -dijo sonriéndome.

 Aunque lo estaba viendo a la cara, de repente lo volví a mirar , era un hombre de unos 40 años, tez blanca, cabello oscuro que le caía en capas sobre la nuca y las orejas… no era guapo, pero tenía algo, un aire bohemio y desenfadado que a menudo tienen los que se dedican a las letras, y que lo hacía a mi parecer atractivo.

 La charla continuó. Y se prolongó. Me contó de su vida, ingeniero industrial con pasión por las letras. Separado con tres hijos, un día llevó una novela a concurso y para su sorpresa ganó el segundo premio, que le hizo obtener cierto nombre en el mundo editorial. Decidió entonces probar a seguir escribiendo y pasado un tiempo le propusieron dar clases de literatura. Ahora el hobby era la ingeniería.

 Yo le conté de mi trabajo reciente en el equipo de comunicación de una empresa online, mi entusiasmo en el proyecto y mi pasión por escribir. Nos fuimos contando y contando, acercando como quien se abre sin pensar en las consecuencias…

 De repente, sin pensar de nuevo, le dije “Parece que te conociera desde hace tiempo”, y él respondió “Yo he sentido lo mismo”. Nos quedamos algunos segundos mirándonos, en uno de esos momentos cinematográficos que anteceden a una escena apasionada… Yo cambié el tema de conversación entonces…

Los altavoces emitieron el sonido de llegada.

– Estamos en Valencia.

– Sí, aquí me quedo

Una parte de mí deseaba quedarse en la silla. En tres horas nos habíamos contado nuestras vidas. Había sentido el calor de su proximidad y me excitaba. En un momento dado nuestras manos se tocaron y había sido mucho más intenso que un orgasmo.

 Y ahora me tenía que ir.

 Me levanté por fin y cogí mi maleta, él se levantó para despedirme, las manos detrás metidas en los bolsillos del pantalón, nervioso, igual que yo.

– Bueno, pues, ha sido un gran placer conocerte

– Sí, lo mismo digo

…….

….…

– Ya nos veremos entonces, adiós.

– Que te vaya bien.

Y me fui.