Un girasol en el balcón

Mientras crecen, los girasoles esperan atentos cada mañana en posición erguida a que el sol asome por el horizonte. Con el transcurso de las horas la rotación sucede, el astro rey cambia de posición desde nuestra perspectiva y ellos, los girasoles, van siguiendo su rastro moviéndose hacia el oeste para poder recibir su energía.

Cuando termina el día todos miran hacia el confín donde el sol se despide, entonces aprovechan durante la noche para prepararse en dirección este y recibirlo de nuevo dentro de unas horas.

Por eso se llaman girasoles.

girasol mirando el sol

Aaron Bunder, Unsplash

En estos días los pensamientos van de un lado a otro, ya que el cuerpo no puede hacerlo. Me traslado de sitios y de gente en mi cabeza, me dejo llevar por la inercia de ver por rutina la tele o decido conscientemente hacer cosas que nunca hago por falta de tiempo. Me invade la tristeza y la ansiedad con la sobreinformación de noticias ciertas, fakes y memes que ya me cansan. También me conmuevo con algunas historias bonitas, ver salir del hospital al abuelo de 80 y pico al que le dieron de alta fue emocionante.

Estoy animada y melancólica, hambrienta y con pesadez estomacal, envío mensajes a gente que quiero y a veces no tengo ganas de hablar, y todo esto puede suceder en dos horas de las 24 que tiene un día de esta cuarentena.

Y dentro de todo el barullo que significa vivir lo que ninguno imaginó, tengo un pensamiento constante: quisiera tener un balcón.

Mataría por un balcón. Para asomarme y ver la poca vida que puede tener una calle en tiempo de pandemia, para mirar al de enfrente que está en el suyo y sonreírle complice porque sería lo más cercano a un abrazo en estos días, para dedicarme a aplaudir cada noche a las 8 y saludarnos cada uno desde nuestra posición porque ahora lo hago desde una incómoda ventana de patio interior. Para mirar el cielo y ver las nubes cambiando de forma y soñar con horas más allá de cuatro paredes; para sentir el sol, sobre todo para sentir el sol.

Su energía sobre mi piel, caliente, acogedora, reconfortante. La sensación suave que se percibe mejor con los ojos cerrados, los rayos entrando, recorriendo el cuerpo, invadiendo cada rincón por dentro y por fuera, dotando de calma lo que debería estar así siempre. El haz que se cuela en medio de las nubes de un día de invierno; la luz que nos alcanza después de una tarde de lluvia otoñal; el calor que va surgiendo en la primavera que ahora está y hemos recibido sin darnos cuenta de ella; el verano en una playa en la que prefiero embadurnarme todo lo posible con la protección máxima con tal de poder darme el lujo de tirarme en la arena al sol, siempre al sol. Siempre al sol aunque sea en un balcón. Dicen las noticias que hay quienes están usando los balcones para practicar el insulto y canalizar frustraciones. Yo solo quiero un balcón para sentir el sol.

girasol-de-cuarentena

Girasol en el Jardín Botánico de Madrid, foto propia

Hay tardes en las que desde el sofá veo que las nubes le han dejado paso y unos rayos intensos entran por la ventana, se forma un reflejo curioso contra la pared color crema y yo la miro con envidia porque el sol la está tocando. Suelo entonces ir rápido, no sea que se esconda de nuevo, abrir la puerta y asomarme. Cierro los ojos y lo siento. Quietud, dejarse llevar, serenidad. Me gustaría tener la suficiente memoria para asegurarlo, pero siempre he sospechado que es lo más cercano a estar dentro de la placenta aquellos primeros nueve meses.

También hay momentos de presente dentro de la nostalgia. El de jugar a las cartas y mirarnos a los ojos mientras brindamos por un día menos o lo mejor que vendrá después porque lo mejor siempre vendrá, da igual si es cierto o no. Vivir instantes de luz que no vienen del sol sino de dentro, como volver a vernos por una pantalla. Hay amigos que son el amor de la vida, igual que una pareja.

La claustrofobia infantil, que me ha vuelto a visitar en los últimos años y estos días pareciera querer asomarse como el ladrón que se frota las manos cuando ve a la familia dejar su chalet solo y sin alarma de seguridad por vacaciones. Es cuando decido que ese día soy yo la que bajará la basura o me invento una visita al supermercado para no dejarle demasiada cancha. Y ya de paso estoy sola un rato. Cuando esto termine voy a buscar soledades con la misma intensidad con la que buscaré reencuentros. Luego me digo que si estuviese sola en los 40 metros de casa en este encierro no estaría diciendo esto. La idea es quejarse de algo, al fin y al cabo.

Yo tenía la impresión de que éramos la generación de Tinder y el postureo en Instagram, que nos podíamos dar el lujo de pelear por derechos de género, jornadas laborales de 4 días y menos azúcar en las etiquetas porque esos eran los problemas más graves que teníamos. Por lo menos en este lado del mundo. Y de repente llega la vida con sus sacudidas, despierta idiota, eres el mismo de siempre, frágil, corrosivo y primitivo.

Cuando esto acabe me compraré una planta de girasoles. Y los imitaré.

girsaoles en el campo

Jordan Cormack, unsplash