Allí estaba. Ubicada en la esquina con las dos sillas semienfrentadas, más bien un poco cercanas para poder cogernos la mano. Era la mesa redonda de siempre, con el mantel blanco impoluto que caía perfectamente simétrico por los costados; las dos rosas blancas sin tallo, colocadas sobre el pequeño cuenco de cristal con un poco de agua en el exacto centro del círculo. Frente a cada silla, la vajilla y cubertería necesaria para la cena, los platos, blancos también, con los bordes adornados con elegantes relieves con formas ondulantes, a la manera clásica. No, no quería esos platos modernos con ángulos que tenían ahora en el restaurante. Prefería la vajilla de antes, la que conocía de siempre. Los cubiertos seguían el mismo estilo, dos servicios para cada puesto hechos en plata con bonitas formas en los mangos; los mejores tenedores y cuchillos del local, los que ya no usaban salvo en ocasiones como estas. Unas delicadas copas de cristal para el vino remataban la presentación de la mesa junto con las servilletas de encaje, blancas, por supuesto. El conjunto era una vista agradable, una elegante mesa como le gustaba, que rompía la secuencia del lugar y hacía de ese punto del salón, un rincón único.
Fue en esa mesa donde me dediqué a conquistarla después de enamorarme perdidamente de ella sesenta años atrás, en esa misma ubicación, en la misma esquina. En ese sitio me dejé llevar por esos ojos castaños verdosos que había visto por primera vez en la barra del restaurante, mientras ella esperaba a una amiga. Aquellos ojos que miraban inquieta a su alrededor y que de repente se encontraron con los míos que la observaban fijamente cautivados por ese aire tan femenino que la envolvía, tan fuerte y delicado a la vez. Yo solo había entrado a tomar un café, pero no dudé un segundo cuando observé unos minutos a esa hermosa mujer, fui directo hacia ella en vez de pedirle al camarero lo que iba buscando.
Ni siquiera me detuve a pensar. La saludé respetuosamente, que aunque atrevido yo era todo un caballero, como debe ser. Ella me miró con desconfianza. – Perdone, pero tiene los ojos más bonitos que he visto nunca. Su respuesta fue un seco gracias con un deje de coquetería en ese intento de sonrisa en las comisuras de su perfecta boca. – ¿Puedo invitarla a un café? le dije, aunque veía que ya se había bebido uno, -no gracias, ya tomé y estoy esperando a una amiga. – Yo llevo esperándola a usted toda la vida, fue mi respuesta inmediata, refleja, sin pensar. Me miró sorprendida y sonrojada, sin saber si sonreír o mandarme de paseo por mi osadía, – perdone, pero es usted un atrevido, me dijo. Entonces me presenté, no quería que se sintiera ofendida. Le dije quién era mientras le extendía mi brazo para que me diera su mano y le besé el dorso con toda la delicadeza que fui capaz. Le repliqué que no se ofendiera, que sabía que estaba siendo un poco incorrecto, pero que simplemente me había enamorado al verla, que no era un loco ni un conquistador, solo un bebedor de café que había encontrado lo más bonito del mundo en el sitio menos esperado. A medida que yo hablaba sus mejillas se coloreaban más, ¡se veía tan bonito su sonrojo con aquellos ojos castaños verdosos! No supo qué responder, y le comenté que no era mi intención ser violento, y por eso la dejaba tranquila para tomarme mi café… pero que si su amiga no llegaba sería un honor para mí conversar un rato con ella. No importaba si tenía que tomarme tres expresos y en la noche no conciliara el sueño, esperaría lo necesario para tener esa oportunidad…
Fue así como me fui al otro lado de la barra a tomarme no tres, sino cuatro cafés mientras aguardaba mi gran ocasión; ella me miraba de reojo cada ciertos minutos, nerviosa mientras ojeaba la puerta a la espera de esa persona que gracias al cielo nunca se presentó. Entonces, tras cuatros dosis de cafeína y perderme observando esos ojos castaños verdosos a lo lejos, me acerqué de nuevo. Y esta vez ella aceptó otro café y una conversación, no sin cierto reparo, era una época en la que no estaba bien que una señorita le contara su vida de repente a un hombre que la abordaba de esa manera. Pero la conversación fue fluyendo, la confianza creciendo y se aproximó la noche en la misma barra en la que nos habíamos visto tres horas antes. Le sugerí que por qué no cenábamos aunque fuese un poco temprano, ella me dijo que se tenía que ir, y yo le dije que estaba buscando una excusa para prolongar ese encuentro porque no quería separarme de ella. En ese instante ella sonrió abiertamente y aceptó mi propuesta, pero me dijo que buscáramos un rincón del salón, una mesa que no estuviese tan a la vista de toda la gente para evitar comentarios…
Todos estos recuerdos me vienen ahora a la cabeza, y eso que a mi edad la memoria falla. Estoy ahora de pie, colocado en la entrada del restaurante pensando que hay ciertas cosas, ciertos momentos que marcan la vida y jamás se olvidan. Ella llegó de pronto, de repente, como un trueno, me encandiló.
A partir de ese día no nos separamos, y cada año por estas fechas veníamos a cenar a este lugar cuidando y solicitando por favor al maître que todo estuviera igual. Así fue pasando el tiempo y con los años, el local fue cambiando de dueño, lo hizo hasta en cuatro ocasiones, pero cada propietario que se iba cuidó de contarle al nuevo la historia de unos clientes que cada año renovaban sus votos de amor allí, ¡qué agradecidos estamos con cada uno! Por eso la decoración fue variando, y con ella la vajilla, la cubertería, las copas, los manteles; menos esa mesa durante unas horas una noche al año.
Hoy cumplimos nuestro sesenta aniversario de encuentro en este restaurante, por eso mi mujer y yo hemos querido que fuese una ocasión muy especial y hemos acordado que repetiremos toda la historia de aquella tarde, desde la primera vista en la barra, la conversación, la cena, ¡incluso el menú! aunque los platos en mucha menos cantidad porque hay cosas que ya nos sientan mal. El personal nos mira a cada uno ya colocados en nuestras posiciones con complicidad y ternura (nos ven como una bonita historia de abuelos, ellos no saben que seguimos siendo el hombre y la mujer), aunque a nosotros solo nos importa que todo salgo perfecto.
– Perdone, pero tiene los ojos más bonitos que he visto nunca…
PD: Este relato fue escrito para mi otro blog (en el que hablo de gastronomía, excepto en la categoría de relatos gastronómicos que es más un capricho mío 🙂 ) pero como es un cuento lo comparto también por aquí.
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