Me gusta llamarlo estar en #modoadolescente, porque son ocasiones en las que conecto con la quinceañera que fui y me comporto como tal sin importarme mucho el qué dirán. Grito, lloro, coreo las canciones, me siento en el suelo con las chuches y el refresco y me emociono hasta las lágrimas con cada gesto. Me pasó hace unos días en el concierto de Eros Ramazzotti (y quien me llame hortera por ello le digo que sí, lo soy) y me pasa lo mismo en los de Alejandro Sanz (idem).
A ambos los sigo desde que tenía más o menos 14 años. Con los dos fui creciendo y por eso cada disco que sacan al mercado está relacionado con una etapa de mi vida. Verlos ya de por sí hace que evoque y me sienta cerca de alguien que conozco sin conocer porque sus canciones en cierta forma son la banda sonora de mi vida a fuerza de escucharlas. Corear las letras más antiguas funcionan muchas veces como ancla, rememoro ciertas sensaciones que ya no están, como esa ingenuidad al descubrir el mundo y su tiempo, o simplemente me hacen conectar con situaciones concretas que fueron marcadas por esa melodía. Luego las más recientes me sitúan en el presente, pero con la seguridad de sentir algo familiar, algo que es parte de mi vida…
Es un proceso que encuentro bonito, y por eso me gusta vivirlo sin más, porque luego cuando salgo del concierto me doy cuenta que también me sirve de catarsis. Es lo que tiene gritar, llorar y ser absolutamente feliz en hora y media, que desahoga un montón.
Quizás hay cierta nostalgia en todo esto, los conciertos me llevan a tiempos más inocentes y desenfadados…